Le dio gusto a su hermano Roberto, un enfermo por el ciclismo, y además mandó a construir un velódromo en el que los ciclistas corrían solo para ellos
Cuando tenía ocho años, Pablo Escobar, montado en el manubrio de la bicicleta de su hermano Roberto, subía el alto de Minas en Caldas. Allí vio cómo el primer ídolo que tuvo en su niñez, el antioqueño Ramón Hoyos, destrozaba en un torneo regional al italiano Fausto Coppi, el mejor ciclista de todos los tiempos. Entre las nubes enroscadas en la cima de la montaña, Pablo Escobar se enamoró de ese deporte.
Años después, cuando su familia se trasladó a Medellín, la bicicleta entró a formar parte de la economía familiar. Pablo, Roberto y Gustavo Gaviria, los tres primos, la usaban para hacer domicilios de mercados por las escarpadas calles que rondaban las casas tradicionales del barrio El Poblado. Jugaban entre ellos a la Vuelta a Colombia y soñaban, como todo el país, en ver a un equipo nacional disputar el Tour de Francia. Roberto creía que, si se consagraba en la disciplina, podía llegar a ser un gran ciclista. Y casi lo logra.
Mientras Pablo tomaba el camino del crimen y la ilegalidad, Roberto, en 1965, ganaba la medalla de Oro de los Juegos Bolivarianos de ciclismo en ruta que se celebraron en Guayaquil y la Vuelta a Oriente. Un año después, era noveno en la Vuelta al Táchira y representó a Colombia en los Panamericanos de ciclismo en Chile, además de alcanzar la medalla de bronce en los campeonatos nacionales. Consiguió ganar 37 etapas en cinco años de pedaleo. Además de las medallas, que lo coronaron como el tercer pedalista antioqueño después de Cochise Rodríguez y el Ñato Suárez, el ciclismo le dejó el apodo por el cual sería conocido el resto de su vida: el Osito. Los narradores deportivos lo bautizaron a principios de los setenta, después de verlo llegar a una de las metas cubierto de lodo como un oso embarrado.
Pero el ciclismo lo derrotó físicamente y prefirió, a comienzos de los años 70, un empleo en el taller de reparación de una conocida empresa de electrodomésticos: Mora Hermanos. Siguió vinculado al deporte como entrenador de equipos antioqueños que llegaron a competir en Panamá, Ecuador y Venezuela.
Manizales fue su destino en 1975, adonde llegó a montar una fábrica de crear marcos de bicicleta que llevaba nombre propio: El Ositto. Apareció entonces de nuevo en su vida y para siempre su hermano menor: Pablo.
Encontró en la fábrica la oportunidad de justificar los rodos de dinero que le llegaban de la bonanza marimbera, el contrabando y el robo de lápidas que revendía por los pueblos de Antioquia. Con su idea fija, Roberto pensó en armar y patrocinar un equipo capaz de competir en Europa. Nació entonces el equipo Ositto.
Sin abandonar la idea, su hermano Pablo se movió por otro lado y en 1977 se lanzó a patrocinar el Clásico de Antioquia cuyo trofeo entregó de sus propias manos. El proyecto de ambos era tener a El Ositto en el Tour de Francia. Contrataron un entrenador que estuviera a la altura, Rubén Darío Gómez y ciclistas de la talla de Manuel Ignacio Gutierrez, ganador de la Vuelta a la Juventud en 1975.
Roberto también quería ser el presidente de la Federación Nacional de Ciclismo y empezó por la Liga de Caldas, aspiración que lo enfrentó al desde entonces mandamás del ciclismo colombiano, Miguel Ángel Bermúdez. La ausencia del Osito, quien equipado con cámara Kodak 110, viajó a los campeonatos mundiales de Bonn en 1978, fue la oportunidad que aprovechó Bermúdez para quitarlo del cargo. La rabia la enconó cuatro años.
En 1982, el Cartel de Medellín hizo explotar una bomba en el auto del presidente de la Federación; Bermúdez se salvó por un pelo. Aunque la clave solo la tenían los Escobar, después del atentado se desaparecieron para siempre del escenario del ciclismo.
Atrás quedaba el sueño de tener un equipo que compitiera en el Tour de Francia. Debieron consolarse en seguir de incógnitos, en el borde la de carretera escondidos en su “chiva” -un jeep modificado con amplios sillones, bar, aire acondicionado y provisto, por supuesto, de docenas de baretos perfectamente armados- las llegadas a las metas más agrestes de la Vuelta a Colombia.
La frustración la trató de mitigar con lo que pudo hacer con su propia fortuna: construyó un velódromo privado a pocas cuadras del centro comercial El Tesoro de Medellín. El gusto por ver pedalear se los satisfacía Alfonso Flórez Ortiz, el pedalista santandereano, que ganó en 1980 el Tour de la Juventud en Francia, con equipos de pista armados solo para que los hermanos Escobar se recrearan. Pero la guerra se encargó de apagar para siempre su fiebre ciclística.
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