martes, 5 de diciembre de 2017

Los excesos que terminaron destruyendo a Carlos Lehder


La policía lo detuvo en una finca rodeado de diecisiete muchachos embazucados. El capo hizo todo por sus tres pasiones: Hitler, Lennon y la cocaína

Cuando era niño y tenía miedo, Carlos no buscaba a Joseph Willheim Lehder, el ingeniero alemán que era su padre, sino que, debajo de las escaleras de la espaciosa casa en la que vivía con su familia en Armenia, iluminaba con veladoras un retrato de Adolfo Hitler y solo así volvía a estar tranquilo.

En los noticieros que veía en el cine se emocionaba hasta las lágrimas al ver al sátrapa austriaco agitar las manos al aire, en trance, poseído. Un amigo de su padre le pasó un disco en donde estaban algunos de sus más celebres discursos. Aunque no entendía mucho de alemán, Lehder se quedaba embelesado viendo el acetato girar sobre el tornamesa mientras que por sus oídos entraba como un caudal la voz del Fuhrer. Hitler condensaba, para el futuro narcotraficante y líder político, el poder absoluto que un solo hombre podía tener sobre la masa.

Después del divorcio de sus padres, Carlos elige irse a Nueva York a vivir con su madre. Allí, en pleno verano del amor, el joven de 18 años se hace fanático de Jimmy Hendrix, de los Stones y, sobre todo, de los Beatles. Pasea por Greenwich Village, se detiene frente a un puesto de libros y descubre el Demian de Herman Hesse. En esa época le gustaba irse a los parques a eso de las cinco, cuando el sol desciende, a sentarse sobre la pradera a descubrir que, con un poco de cannabis, la lectura se vuelve más vivencial. Casi sin saberlo se convierte en un hombre libre, en un hippie, en un hijo de los años sesenta.

Pero no solo de contracultura se bañó Lehder en Nueva York. Allí aprendió a hacer plata fácil y se convirtió, antes de los veinte, en un avezado ladrón de autos y en un recursivo traficante de marihuana. Él fue uno de los precursores de las maletas de doble fondo para traer, desde Colombia, los moños sagrados. Un día lo detuvieron, lo metieron en la cárcel y allí, en esas celdas cochambrosas, Carlos Lehder entendió que para llegar a obtener el poder político que aspiraba necesitaba crear un imperio y, a mediados de los años setenta, estos se creaban con la cocaína.

La cárcel fue el descanso que necesitaba antes de continuar su camino hacia la gloria. Fue allí donde combinó las lecturas de Mi lucha, el libro en donde Hitler expuso su oscura ideología, con El arte de la guerra de Tzu sun y las canciones utópicas de John Lennon: entre las rejas pudo ver con claridad la discriminación de la que era objeto el latino y conoció la excusa con la cual intentaría ahogar de cocaína las calles de Norte América: la lucha contra el imperialismo yanqui.

Salió de la cárcel, compró Cayo Norman, una isla en las Bahamas desde donde salían, hacia Estados Unidos, los barcos atestados de droga. A ese lugar paradisiaco llevó un 31 de diciembre a Ringo Starr y Ron Wood e intentó, infructuosamente, encontrarse con John Lennon para convencerlo de que cantara para él en una fiesta privada. Y esa ilusión tenía cuando, ya en Armenia, expulsado de sus dominios en el Caribe e intentando hacerse pasar por un inversionista próspero y honrado, se enteró que el músico había sido asesinado frente al edificio Dakota en Nueva York.

Afligido se encerró durante una semana entera a llorar a su ídolo en el lugar en donde un año después construiría La Posada Alemana, el complejo hotelero que le costaría cinco millones de dólares. Llenó una piscina de whisky para ahogar la pena y llamó a sus amigos más cercanos, casi todos atléticos jovencitos que no pasaban de los veinte años y, entre canciones de los Beatles, a Lehder se le ocurrió la idea de mandar a construir una estatua en bronce del músico.

Se contactó con el maestro antioqueño Rodrigo Arenas Betancourt y, en siete meses, la escultura de tres metros estaba hecha. El Lennon de Lehder tenía de peculiar no solo su tamaño sino un hueco en el pecho que simbolizaba la bala que le había incrustado allí el fanático Mark David Chapman y, por supuesto, su dorada desnudez.




La estatua fue ubicada frente a la discoteca que el narcotraficante le hizo al Beatle en su honor en plena posada alemana. Se convirtió  inmediatamente en un sitio de peregrinación en donde la gente iba y lloraba por el músico y se tomaba fotos y, si el dueño estaba, recibían su natural prodigalidad. El narco, quien en el año 1983 estaba en la cima de su poder y megalomanía aspirando, con el Movimiento Latino Nacional, una rara mezcla entre nazismo y populismo, no solo a la gobernación del Quindío sino a la unión de todos los países de América en torno a la legalización de la droga, no reparaba en gastos a la hora de atender a los miles de curiosos que querían ver qué era ese estrambótico complejo de cabañas, piscinas, discotecas y estatuas de bronce que despertaba la curiosidad de Colombia. A ellos, sin siquiera conocerlos, les daba botellas de whisky, pechugas de pavo y, fiel a su credo, porros, muchos porros.

Las puertas de la Posada alemana se cerraban cuando un cargamento de droga intentaba llegar a los Estados Unidos. Entonces un reguero de veladores encendidas se hacían debajo de la estatua de Lennon. En su delirio cocainómano, Lehder le ordenaba a su corte que le rogaran de rodillas al espíritu del Beatle porque tuviera éxito la peligrosa empresa. Nunca les falló.

Un par de años después, cuando el cerco de la policía se cerró sobre el cartel de Medellín y tuvo que cerrar la posada alemana y empezar a esconderse en pesebreras, puertas falsas o closets, entendiendo que su sueño latinoamericanista había terminado, Lehder olvidó la estatua, la figura de Hitler y los libros de Herman Hesse para meterse en el tobogán infernal que solo terminaría con su estrafalaria captura. Los hechos ocurrieron a principios de 1987 cuando las autoridades ofrecían una jugosa recompensa por el capo. Se había refugiado en la hacienda Berracal en Rionegro, Antioquia. Allí, durante cuatro día seguidos y acompañado por 17 muchachos, todos ellos armados, vivió una de sus habituales rumbas en donde el sueño era espantado por el perico y el bazuco. Los vecinos de la zona, alarmados por la música rock que escupían los poderosos bafles dentro de la finca, llamaron a la policía. Un escuadrón de 35 hombres que solo iban a llevarse a una pandilla de bazuqueros, se sorprendió al encontrarse con Carlos Lehder.

El narcotraficante fue extraditado inmediatamente a los Estados Unidos. La figura de bronce, expuesta al sol y al agua, se fue deteriorando hasta que, en el año 2003, fue robada del lugar y ahora, 12 años después, nadie sabe de su paradero.

Lehder, encerrado hace 28 años, quiere regresar a morirse en Armenia y ver, por última vez, el pedestal de cemento en donde estuvo el estrambótico homenaje que le hizo a su ídolo y que ahora se ha esfumado al igual que los sueños de grandeza que alguna vez tuvo.
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